Editorial El Confidencial
Soy un guineano más, uno de tantos que sufre cada día bajo la pesada carga de la dictadura que nos oprime. Vivo dentro de Guinea Ecuatorial, y lo que experimento, lo que veo a mi alrededor, es una miseria que ha impregnado cada rincón de nuestra sociedad. La vida aquí se ha convertido en una lucha diaria por la supervivencia, no solo por el hambre y la pobreza, sino por el miedo constante que atenaza a todo el que se atreva a levantar la voz.
La miseria no es casual. Es la herramienta que utiliza el régimen para doblegarnos, para mantenernos sumisos. Los salarios, si es que se tienen, son migajas que apenas alcanzan para una sola comida al día, y eso si hay suerte. Conozco a familias que sobreviven con menos, que pasan días enteros sin probar bocado. Yo mismo, muchos días, no sé si podré llevar algo a la boca. Es desgarrador ver cómo algunos de mis compatriotas, desesperados por el hambre, esperan junto a los contenedores de basura. La escena se repite cada día: guineanos que rebuscan entre los desperdicios, tratando de encontrar algo, cualquier cosa, que les permita aguantar un día más. La dignidad humana, pisoteada hasta estos extremos, es una de las tantas pruebas de cómo el régimen utiliza la miseria como un arma de control.