jueves, 13 de marzo de 2014

Guinea Ecuatorial, una herida en la conciencia.


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Hace unos años pasé un mes en Guinea Ecuatorial, lo hice como cooperante, es un país maravilloso, de gente humilde y noble, de verdes selvas y hermosas playas, pero que sufre una de las peores dictaduras del mundo, la familia Obiang mantiene a la mayoría de la población en la más absoluta de las miserias, mientras ellos, con el apoyo y connivencia de los países europeos, EEUU y las empresas petrolíferas y exportadoras de madera y gas expolian el país, pequeño pero rico en recursos.

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Pronto me di cuenta que mi estancia allí no tenía ningún sentido, es una locura hacer un voluntariado en un país que exporta un barril de petróleo diario por habitante, lo que hay que hacer es denunciarlo bien fuerte, gritar a todo el que quiera oírlo que allí la gente muere enferma de SIDA sobre tablas de madera, que los colegios están vacíos de material y profesores pero llenos de niños, que los campos no se trabajan y que la selva se deforesta y  mientras esto ocurre el hijo del dictador se lleva con él en sus viajes a Nueva York su flota de coches de lujos, y en Malabo se construye otra ciudad para que los europeos y americanos disfruten de mejores servicios y la mierda baje en tuberías y no por la calle.
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Guinea es un país hermoso, abandonado en manos de un dictador en beneficio de las empresas del viejo y nuevo continente, me duele en el corazón cada vez que recuerdo a Gabriel y su hija enferma de SIDA muriéndose, o las clases sin mesas, me duele recordar los HAMMER por las calles de Malabo que decían conducían agentes del Mossad o la guardia del rey que era Marroquí ya que temía un atentado de su propia gente.
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El otro día estuve en una conferencia de Agustín Velloso, profesor de la UNED que tiene prohibida la entrada a Guinea Ecuatorial por denunciar la represión y la tortura en el país. Cuando regresé de Guinea escribí esto, hoy lo recupero, porque viendo fotos me doy cuenta que aquella herida nunca cerró, los ojos de la hija de Gabriel siguen ahí, imagino que se apagaron poco después de que yo marchará porque la conocí muy moribunda ya.
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Dijo el escritor bosnio Ivo Andric que el recuerdo de Bosnia le acompañaría siempre, como una herida. Así siento yo ahora Africa y Guinea, como una herida que se abrió en mi conciencia y por la que emanan uno a uno todas las imágenes que retengo:
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Atravesar los caminos embarrados de la selva, los poblados incrustados, llenos de niños que corrían desnudos saludándonos y enviándonos sonrisas. El viaje en Cayuco hasta la idílica Corisco; los días de coco y pescado; la cena libanesa y la noche en el mar con la extraña y cautivadora atracción de un horizonte iluminado por las llamas de las plataformas petrolíferas; la hija de Gabriel, que el VIH consume tumbada sobre unas tablas sin recibir ninguna atención, porque simplemente no existe para ellos; los colegios llenos de sonrisas y vacíos de material; los hombres borrachos tras recibir su paga semanal, las mujeres del coro de la iglesia que nos invitaron a cervezas y nos pusieron nombres Fang y nos llamaron hermanos cuando ya el alcohol había acabado con la Fe; los atardeceres más rojos que vi jamás; los centenares de luciérnagas que iluminaban los senderos de la selva; el titi que apareció fugaz saltando de palmera en palmera; la amabilidad inocente de Cesar; la cadena de Aquilino; las tormentas eternas y duras,  la lluvia como balas de plomo, y los rayos que por la noche iluminaban la selva y acallaban sus seculares gemidos y gritos; el caos estruendoso de Bata y Malabo, los mercados de fruta y colores; los niños esclavos con su carga en la cabeza; las sonrisas desde los porches y ventanas; los juegos en el colegio; la honesta y coherente sinceridad de Paz; la dulzura de Roser (¡cuánto vales pequeña!, la sempiterna alegría de Noelia.
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Y sobre todo la injusticia evidente, dolorosa y cruel que golpeaba mi blanca alma cada vez que atravesaba el portal de una choza de madera y tejado de zinc. Cada vez que veía a un militar, adolescente y borracho defendiendo la obscena opulencia del poderoso. La vergüenza de observar a los jóvenes europeos, coetáneos míos, que viven la aventura Africana, agarrados como sanguijuelas al expolio de los recursos naturales del país, participando y siendo cómplices de la corruptela que sangra y deseca el subsuelo, que deforesta el bosque y construye sin orden y desaforadamente al ritmo del tamtam que el gobierno marca. Lavando después sus conciencias con proyectos humanitarios que debería realizar un estado rico en recursos, al que nunca denuncian, al que facilitan su expolio y del que sólo hablan en voz baja y en pequeños grupos de sus propios compatriotas.
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Y esa herida en mi conciencia, que se ensanchaba y exhumaba mi propia vergüenza, cuando sentado en la cafetería libanesa, frente al Banco Nacional, veía los lujosos todo terrenos, los adolescentes hijos de tal, vestido con ropas de marcas, los directivos de las empresas expoliadores y mi seguro billete  de regreso a Europa en el bolsillo y recordaba a la hija de Gabriel, aquellos ojos hundidos sobre sus cuencas, gimiendo sobre las tablas de madera; y como me tembló la voz cuando le pedí hacerle una foto y como me temblaban las manos cuando preparaba la cámara y notaba una amargura de arena en la garganta y como aquella noche no pude dormir, y mientras el cielo rugía una y otra vez sobre la selva yo miraba aquellos ojos que atravesaban el objetivo de mi cámara y sabía que aquella imagen iría siempre conmigo, para evitar que mi herida cerrara.
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