Foto: El dictador en su papel de presidente con corbata, haciendo el paripé a los argentinos.
Si conoce algo de historia, el coronel Teodoro Obiang, feroz dictador de Guinea Ecuatorial desde 1979, pudo recordar al salir de la Argentina la famosa frase que pronunció Julio César después de una campaña relámpago: "Vine, vi, vencí". La frase de Obiang habría sido al contrario: "Me invitaron, me agraviaron y me fui". ¿Adónde? Al Brasil, donde el presidente Lula lo recibió normalmente.
Como acaba de recordarlo Rosendo Fraga, Guinea Ecuatorial es un país africano de menos de un millón de habitantes que fue una colonia del imperio español vinculada nada menos que con el Virreinato del Río de la Plata. Desde el momento en que la lengua oficial de su país es el español, Obiang bien pudo haber pronunciado la frase que se le atribuye porque estaba indignado con el gobierno argentino por el sorpresivo maltrato que padeció frente a Cristina Kirchner en Buenos Aires.
El dictador africano había firmado convenios con el gobierno argentino -a los que ahora amenaza denunciar- a instancias del ministro De Vido, el verdadero promotor de esta visita, a quien lo atrajo el hecho nada desdeñable de que, porque ha descubierto impresionantes pozos de petróleo, Guinea Ecuatorial es el país que más crece hoy en el mundo, incluso por delante de China.
Fiel a un estilo recurrente, ya que también lo aplicó frente a Tabaré Vázquez y frente a los Estados Unidos en su discurso inaugural, la Presidenta incurrió otra vez en el objetable método de cuestionar en público a otros Estados con los cuales pretendía mejorar nuestras relaciones. Aparte de sus negros antecedentes en materia de derechos humanos, la indignación de Obiang se basa en el sentido común. ¿Es lógico en efecto invitar primero a un gobernante extranjero para agraviarlo después?
¿A quién es atribuible este grueso error diplomático? ¿No sabía acaso el canciller Taiana que, al invitarlo, estaba exponiendo al visitante a la reacción de Cristina? Es difícil suponer que Taiana, un experimentado diplomático de carrera, no conocía los antecedentes del visitante. Si de veras no los conocía, cometió un imperdonable descuido. Pero peor aún es suponer que Taiana conocía el perfil inhumano de Obiang y que no se animó a comunicárselo previamente a la Presidenta. Y esto es peor aún porque demostraría que Taiana, como otros colaboradores íntimos de los Kirchner, temen desilusionarlos.
En casos extremos como los de Hitler y Saddam Hussein, hoy sabemos lo que les puede pasar a los líderes autoritarios cuando los rodea el temor de sus colaboradores porque, privados de la debida información, cometen después gruesos errores. En plena guerra, así, Hitler y Saddam daban órdenes a regimientos que ya no existían. En plena paz y en un episodio sin duda menos dramático, Cristina quizá no sabía que estaba recibiendo a uno de los más grandes violadores de los derechos humanos.
La ideología
Las amplias críticas que recibió Cristina por invitar a Obiang habrían sido menos pronunciadas si los Kirchner no hubieran proclamado a los cuatro vientos su militancia ideológica en la cuestión de los derechos humanos. Esto es lo que no había hecho Lula, lo cual le facilitó la recepción "normal" a Obiang como una muestra más de que Brasil continúa imperturbable las grandes líneas de su diplomacia centenaria de la mano de Itamaraty.
Pero nuestro gobierno ha extremado de tal modo su política de derechos humanos que sigue castigando cuantas veces puede a los militares, persiguiéndolos a un punto tal que, más que buscar una justicia imparcial tanto para con los militares como para con los Montoneros, parece llevar a cabo una campaña más parecida a la venganza.
Este contraste entre la venganza en nuestro propio territorio y la complacencia con represores extranjeros como Obiang fue lo que colmó el vaso de lo aceptable. Parafraseando a Pascal: ¿venganza entonces de este lado de la frontera, pero complacencia del otro lado?
La defensa de los derechos humanos se ha convertido, para bien, en una de las preocupaciones salientes de la comunidad internacional. Pero otra cosa es reducir un sano impulso humanitario a una obsesión ideológica a un extremo tal que basta con invocar los derechos humanos para que ninguna otra consideración, del orden que sea, resulte admisible porque en un caso como éste la ideología que profesa el Gobierno, lejos de salir en busca de una mirada más amplia, se cierra dogmáticamente sobre sí misma. En el terreno político no está mal mirar, ver y, si es preciso, castigar. Las que no son admisibles en esta materia, como en cualquier otra, son las anteojeras.
La razón de Estado
Cuando Henry Kissinger le propuso al presidente Nixon visitar China, no tuvo en cuenta el abismo ideológico que separaba a la democracia norteamericana del totalitarismo de Mao sino el interés nacional de los Estados Unidos de liberarse del corset de la Guerra Fría. El análisis frío y racional del interés nacional por encima de cualquier otra inclinación de origen religioso o ideológico forma parte de la que se llama habitualmente la razón de Estado. La derrota final de la Unión Soviética en la Guerra Fría y la transformación de China en uno de los puntales del capitalismo contemporáneo no hacen más que subrayar, a cuarenta años de distancia, la sabiduría de Kissinger. Cuando el actual presidente Bush invadió Irak, apeló en cambio a un argumento ideológico porque creyó estar combatiendo el "eje del mal". Los resultados de lo que intentó están a la vista.
Podría decirse que, al propiciar la visita de Obiang, el ministro De Vido tuvo en cuenta el interés nacional de asegurar a una Argentina sedienta nuevas fuentes de energía, y esto al margen de que haya habido alguna otra intención non sancta de las que no han escaseado en su gestión. Pero supongamos que, al margen de las inevitables sospechas, la relación energética con Guinea Ecuatorial nos convenía. Si esto era así, el enojo de Cristina que padeció Obiang, ¿se acercó más al sabio Kissinger o al impetuoso Bush?
El hecho es que las naciones maduras ubican habitualmente el interés nacional por encima de la pasión ideológica. Si esto no fuera así, el mundo no estaría cruzado cada día más por una red casi infinita de acuerdos de mutuo provecho entre los Estados más diversos. Como ya pasó en Europa en el siglo XVII después de las terribles guerras de religión, el mundo está poblado hoy por casi 200 Estados cuya meta principal es proveer al desarrollo económico y al bienestar social de sus pueblos.
Pero hay todavía un manojo de gobiernos que, en vez de apuntar a esta meta común, levantan banderas demagógicas de división como lo están haciendo ahora Venezuela y Bolivia. Quizá la demagogia obtenga para sus líderes, por un tiempo, el voto fácil de las multitudes. Cuando ellas despierten del sueño en el que las han sumido, sin embargo, comprobarán sus dolorosas consecuencias.
Cuando estalló el caso Obiang, se planteó en el círculo presidencial este choque entre su ideología dominante y el bien de los argentinos. La ocasión era, en sí, pequeña. El dilema entre la razón de Estado y la ideología que esa "pequeña" ocasión dejó ver, por cierto, no lo es.