Érase una vez el Sáhara... español
Por Fernando Díaz Villanueva
No existe en todo el norte de África una zona con más vínculos políticos y sentimentales con España que el Sáhara Occidental, un pedazo de desierto del tamaño de Nueva Zelanda encajonado entre Marruecos y Mauritania. Aunque no siempre fue así. |
A pesar de que nuestros marinos llevan siglos recalando en las costas saharauis, por su cercanía a las Canarias, la presencia española ahí es muy reciente; concretamente, data de 1884. En aquel año Francia, Inglaterra y Alemania se pusieron de acuerdo para convocar una conferencia internacional en Berlín al objeto de que las potencias europeas –España, aunque venida a menos, todavía lo era– se repartiesen el continente africano pacíficamente. Cada país llegó con sus reclamaciones y los hechos objetivos que las respaldaban. España, baldada después de un siglo de guerras en la Península y en ultramar, golpes de estado y tantas constituciones como gobernantes, a poco podía aspirar. Poco y malo.
A diferencia de nuestros vecinos portugueses y franceses, no podíamos presumir de africanismo. Como durante cuatro siglos habíamos volcado nuestras fuerzas en la empresa americana, apenas nos había quedado tiempo y dinero para emprender la colonización de África. Nuestro magro patrimonio se reducía a nuestros derechos históricos sobre unos islotes del Golfo de Guinea –que se habían hecho efectivos sólo pocos años antes– y a nuestras recientes conquistas en el Rif y la costa del Sáhara. Para reclamar esta última, nuestros enviados a Berlín arguyeron que ya habíamos establecido factorías costeras y que estábamos ultimando los preparativos para la fundación de una ciudad, Villa Cisneros, en la península de Río de Oro. Alemanes, franceses y británicos, poco o nada interesados en ese despoblado rincón del desierto, accedieron a nuestras reivindicaciones, como consecuencia de lo cual surgieron dos nuevas colonias: la de Río de Oro en el sur y la de Saguia el Hamra en el norte.
La exploración fue lenta. Los habitantes eran pocos, no había ciudades y la única riqueza conocida, la pesca, se venía explotando desde tiempo inmemorial. Por otro lado, poseíamos un pequeño pero coqueto imperio, conformado por tres joyas tropicales (Cuba, Filipinas y Puerto Rico), con el que podíamos presumir de gran potencia. Pero perdimos todo el joyero de un golpe y al Gobierno no le quedó otra que mirar hacia las migajas conseguidas en la Conferencia de Berlín. La fronteras definitivas del dominio no se trazaron hasta 1920; la capital, El Aaiún, sólo se fundó en 1940, y no fue sino ya bien entrada la década de los 50 que se empezaron a explotar los recursos naturales, con vistas a costear, siquiera en parte, los cuantiosos gastos que ocasionaba aquel remoto e improductivo lugar.
Para entonces el Sáhara se había convertido ya en el África Occidental Española, pomposa denominación inspirada en los usos franceses. En 1958, coincidiendo con la independencia de Marruecos y la entrega a Rabat de la colonia de Cabo Juby, las posesiones saharianas pasaron a ser una provincia española casi como cualquier otra: enviaba procuradores a Cortes, tenía código propio de matrícula (SH) y un gobernador general.
Los lugareños, conocidos como saharauis, eran prácticamente españoles. Podían viajar a la metrópoli y establecerse en ella si así lo deseaban, libraban sus deudas en pesetas y se les expedía un DNI parecido al nuestro pero con un distintivo rojo. Durante 18 años, los que estuvo jurídicamente vivo el llamado Sáhara Español, la nueva provincia registró un importante crecimiento económico y demográfico. Las minas de fosfatos, descubiertas a finales de los 40, y la exuberante pesquería costera, unido a un flujo ininterrumpido de capital desde la península, pusieron el territorio en el mapa por primera vez en la historia.
La situación no tardó en dar un brusco giro. Hassán II, rey de Marruecos desde 1961, se tomó como algo personal la anexión del Sáhara, que consideraba parte irrenunciable de su país. Después de caldear el ambiente durante varios años, en octubre de 1975 organizó una expedición, a la que denominó Marcha Verde, con 300.000 civiles desarmados. Su misión sería cruzar la frontera y plantarse delante de las tropas españolas, que tendrían que elegir entre perpetrar una matanza de civiles o retirarse con el rabo entre las piernas. Por otro lado, el estruendo revolucionario de las guerras de independencia africanas había llegado a la zona: en 1973, unos jóvenes universitarios capitaneados por El Uali Mustafa Sayed fundaron el Frente Polisario, a imagen y semejanza de los movimientos de liberación nacional que proliferaban por el Tercer Mundo.
El Polisario, cuyas siglas responden al castellanísimo nombre de Frente Popular de Liberación de Saguia el Hamra y Río de Oro, no tardó en atentar contra los destacamentos españoles y las instalaciones mineras. Para colmo, Franco se estaba muriendo y en la Península se abría una nueva etapa política, llena de incógnitas. Todos, empezando por el Rey, sabían que había que salir del Sáhara. La cuestión era cuándo y cómo. La respuesta se dio seis días antes de morir el dictador: España, Marruecos y Mauritania firmaron un protocolo por el cual Madrid cedía a las otras dos partes el territorio, y se comprometía a abandonar el mismo antes del 28 de febrero de 1976.
La evacuación fue rapidísima. Se puso en marcha la Operación Golondrina, cuyo objetivo era que todos los españoles abandonaran la provincia de inmediato. El Estado se encargó del transporte de personas y bienes hasta las Canarias, donde se reasentó la mayor parte de los desplazados. Se cerraron comercios, se vaciaron casas e iglesias, hasta se sacó a los muertos de sus tumbas. Todo lo que se podía mover se movió, a Gran Canaria o a Fuerteventura. La operación aeronaval fue de tal envergadura que durante los meses de noviembre y diciembre la Armada despachó para las costas del Sáhara, aparte de los transportes, dos fragatas, dos destructores, una corbeta y un dique de desembarco, el Galicia, que había servido en la Guerra Mundial durante la invasión de Okinawa. La Armada no había ordenado una maniobra semejante desde la Guerra de Cuba.
A mediados de enero apenas quedaban españoles en el Sáhara. Los saharauis quedaron a merced de los marroquíes y los mauritanos. Éstos se retiraron pronto, cuando comprobaron que conquistar el Sáhara pedía mucho a cambio de casi nada. Los primeros siguen allí, sin que España, que hasta que se dirima a quién pertenece el territorio sigue siendo la potencia administradora, diga esta boca es mía.
De todas las colonias españolas, y han sido muchas en casi 500 años, la sahariana ha sido la que peor y con más cobardía hemos tratado. El Sáhara sigue siendo una asignatura pendiente de un tiempo y un país de los que nadie se acuerda.
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