miércoles, 11 de diciembre de 2024

DESDE EL CORAZON DE GUINEA: UN GRITO DESGARRADOR


El Periódico de EspañaSoldados rusos de Wagner entran por centenares en Guinea Ecuatorial para proteger a los Obiang


El aire en Malabo está cargado de una tensión que corta como un cuchillo. En las calles, el sonido de las botas extranjeras resuena como un eco de humillación. Mercenarios rusos y bielorrusos campan a sus anchas, arrogantes, despreciativos, como si fueran los verdaderos dueños de Guinea Ecuatorial. Para el pueblo, su presencia no es más que otro capítulo de un drama nacional que parece no tener fin.

El ejército guineano, reducido a un espectador humillado, vive momentos de degradación sin precedentes. Las historias de abusos por parte de estos mercenarios circulan entre las filas como un veneno que mina el orgullo de una institución ya debilitada. La más indignante de todas: un instructor ruso abofeteando a un oficial guineano delante de su tropa. Una bofetada que no solo hirió al oficial, sino que simbolizó el golpe al espíritu de una nación que ve cómo su soberanía se desploma bajo el peso de manos extranjeras.

Sin embargo, el daño no se detiene en los cuarteles. Si el ejército sufre la humillación, el pueblo paga el precio más alto. Los mercenarios recorren las calles con una arrogancia desafiante, comportándose como invasores más que como aliados. Para los ciudadanos de a pie, su sola presencia es un recordatorio constante de que no están ahí para proteger, sino para mantener en el poder al verdadero arquitecto de esta tragedia: Teodorín Obiang.

Teodorín, el hijo del dictador Teodoro Obiang Nguema, ha asumido el control de facto del país. Su historial es un desfile de excesos, violencia y desprecio por la ley. Un hombre que se jacta de su poder absoluto y que no duda en usarlo para encarcelar, despojar o eliminar a cualquiera que cruce su camino. Con él, la justicia no es más que una herramienta de opresión. Las instituciones, como el pueblo, están a su merced, atrapadas en una red de miedo y servilismo.

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Para la población, esto no es solo política; es una condena diaria. “Cada día es más difícil respirar”, dice una mujer en Bata, su voz cargada de angustia. “Los vemos en las calles, sus armas, sus miradas. No estamos a salvo, ni siquiera en nuestras casas”. Es un sentimiento compartido por muchos: la sensación de vivir bajo ocupación, de ser extranjeros en su propia tierra.

La riqueza de Guinea Ecuatorial, su petróleo, sus bosques, todo lo que debería ser una bendición, se ha convertido en una maldición. En lugar de traer prosperidad, alimenta una maquinaria de represión que aplasta a los suyos. Mientras Teodorín y su círculo acumulan lujos obscenos, el pueblo sobrevive en la miseria, preguntándose cómo escapar de este ciclo interminable de opresión.

El mundo, mientras tanto, observa desde lejos, con un interés que parece desvanecerse tan rápido como surge. Las denuncias de abusos se pierden en el ruido de otras crisis globales, y Guinea Ecuatorial sigue siendo una nota al pie en la geopolítica africana. Pero para quienes viven esta tragedia, no hay notas al pie. Cada día es un recordatorio de la lucha por la supervivencia, de un futuro que parece cada vez más incierto.

Desde el corazón de Guinea Ecuatorial, el grito del pueblo resuena con una fuerza desgarradora, pidiendo justicia, libertad, dignidad. ¿Quién lo escuchará? ¿Quién tendrá el valor de responder? Mientras el sol se oculta sobre Malabo, dejando paso a la noche, la pregunta persiste en la oscuridad: ¿hasta cuándo?